El MesÍas Y El Hijo Del Hombre En Los Evangelios (ii)

 

Como algunos de mis lectores sin duda recordarán, hace algún tiempo comentamos el secreto mesiánico de los Evangelios, titulado el Mesías Oculto. La semana pasada regresamos a este tema y nos dimos cuenta, una vez más, de que Jesús había estado evitando el título de Mesías a través de todos los Evangelios. Vimos a Jesús evitando este título cuidadosamente, incluso cuando hablaba a sus discípulos, preguntándoles: “¿Y vosotros, quién decís que soy?” y Pedro respondió diciendo: “El Cristo (Mesías) de Dios”. En lugar de confirmar la revelación de Pedro, tal como leemos en Mateo, en Lucas, Él les ordena y advierte estrictamente no contarle esto a nadie, diciendo: “Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas…” Incluso con sus discípulos era muy cuidadoso en no decir: El Cristo (Mesías) debe padecer muchas cosas –tal como uno esperaría que dijese–.

 

Por supuesto hacemos la pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué Él no se llamó a sí mismo Mesías? ¿Por qué prefirió expresar su misión en términos diferentes –como el término “Hijo del Hombre”?– Cuando comenzamos a abordar este tema, nos dimos cuenta que la respuesta estaba relacionada con las expectativas mesiánicas de Israel: Jesús no era el ‘Mesías’ según el concepto judío. No encajaba en las expectativas judías del mesías como Mesías, Él permanecía oculto para Israel, y esa es precisamente la razón de por qué Él no se llamaba a sí mismo Mesías.

Esta discrepancia entre el ministerio de Jesús y las expectativas mesiánicas de sus contemporáneos, se pueden ver en todos los Evangelios. Sin embargo, en mi opinión, en ningún sitio queda tan claro como en el primer capítulo del Evangelio de Lucas. Más que en cualquier otro Evangelio, Lucas presenta a Jesús en contraste con los antecedentes históricos de Su propio pueblo y sus expectativas, y tal como se desarrolla la historia, esta disparidad viene a ser cada vez más obvia. Al principio de este Evangelio, aún vemos la plena correspondencia entre la promesa dada a Miriam (María) por el ángel Gabriel, y las expectativas de un mesías real del linaje de David. Dos flujos que salen de la misma fuente, pero gradualmente se separan el uno del otro: el entendimiento judío de las profecías dadas a Israel, y aquello que se convirtió en el entendimiento cristiano de esas profecías y su cumplimiento –están todavía juntos aquí–. En este punto, la diferencia es casi irreconocible: la promesa dada por el ángel a Miriam encaja perfectamente con las expectativas del pueblo: «Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin”.[1]

 

Sin embargo, en el mismo pasaje podemos ver la semilla de la discrepancia que vendrá. Cuando Zacarías, lleno del Espíritu Santo profetiza sobre su hijo recién nacido Yochanan (Juan el Bautista) él dice: “Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo… Salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecieron”.[2] Igual que casi todos en Israel, Zacarías creía que el mesías salvaría a la tierra y a la gente de sus enemigos y opresores y que traería redención completa y restauraría a Israel.

 

Encontramos la misma imagen en el capítulo dos. Era un período muy duro para Israel en aquel tiempo; la mano de Roma era pesada sobre el pueblo de Dios y la nación cargaba a duras penas con el yugo que Roma y el Sumo Sacerdote habían puesto sobre ellos. No es de extrañar que todo el mundo estuviera hablando sobre la venida del mesías —esperando y creyendo que las pisadas del libertador ya se habían escuchado—. Cuando, junto a José y Miriam, entramos en el patio de las mujeres del Templo de Jerusalén para presentar el bebé al Señor, como ellos ofrecieron un sacrificio por el primogénito de acuerdo con la Ley de Moisés, allí encontramos personas justas y devotas que esperaban la consolación de Israel[3]como Simeón y Ana. Para aquellos que a cada instante esperaban la llegada de un mesías que salvara a Israel, ciertamente no hubieran reconocido la «salvación de Dios, una luz para los gentiles y la gloria para el pueblo de Israel«, en este diminuto bebé. Cuando vemos a Ana dando gracias a Dios y trayendo buenas noticias a todos los que vieron la redención en Yerushalaim[4], entendemos que había muchas de esas personas. Cuando Jesús puso un pie en el mundo de Su pueblo, esta espera por la consolación de Israel y por la redención eran desde luego, las características principales para esa época. Y cualquier persona alrededor de Él podría haber pensado en ese niño especial como aquél que se fortalecía, y se llenaba de sabiduría[5], sin  duda estaba en pleno acuerdo con la típica esperanza judía de un mesías que traería redención y restauración al pueblo de Israel. Mientras lo vemos en contraste a la esperanza de Su pueblo –mientras se piensa que Jesús es la respuesta a estas expectativas mesiánicas –Él iba creciendo en sabiduría y en estatura, no solo con Dios, sino también con los hombres.[6]

 

Pero en el tercer capítulo, sucede algo nuevo e inesperado, así la narrativa adquiere una nueva dimensión. Según la creencia judía, el Mesías de David sería humano, como todos los mortales: “Él es completamente un ser humano, cuyo reino será establecido sobre la tierra con su centro en Jerusalén”. (Justino Mártir dejó esto muy en claro en boca de Trypho el judío: “Todos los judíos esperan que el mesías sea un hombre de origen puramente humano»[7]). Pero aquí, el Cielo se abre sobre Jesús y una voz viene del cielo –Bat-Kol– proclama: Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia.[8]  Ata Bni Yadidi –Dios mismo confirma la naturaleza sobrenatural, trascendente y celestial de este hombre–. A partir de ese momento, Jesús no volverá a encajar en las expectativas mesiánicas de la gente de su alrededor; toda la historia del supuesto redentor toma una nueva dimensión que nadie había pensado tener en esta historia. Así, de repente, esta imagen mundial, nacional y política del mesías está inundada por la luz celestial de un salvador eterno y trascendente –y esta luz cambia la imagen por completo–. El ministerio iniciado en este punto y presentado por el profeta de Nazaret, difería completamente de la concepción general que los rabinos habían formado del mesías –la concepción claramente basada en la Escritura hebrea–. Fuera de la fidelidad a Dios y a Su Palabra, el pueblo de Israel simplemente no podía aceptar a Jesús como Mesías, ya que en su razonamiento, esto sería contradecir sus Escrituras. Este era el velo que cegaba sus ojos, y este velo solo podía ser levantado o removido por Dios: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos”.[9]  

A partir de este momento, vemos el creciente conflicto entre lo que el mesías debería hacer por el pueblo y lo que debería hacer por Dios. Tal como prosigue el Evangelio, viene a ser más y más obvio que Él no es el Mesías según el concepto judío, pero Él describe Su misión en términos completamente diferentes y que derivan de una fuente completamente distinta. ¿Cuál podría ser posiblemente esta fuente? En nuestro próximo post, buscaremos una respuesta para esta pregunta.

[1] Lucas 1:32-33

[2] Lucas 1:68-71

[3] Lucas 2:25

[4] Lucas 3:38

[5] Lucas 2:40

[6] Lucas 2:52

[7] Justin Martyr, Dialogue with Trypho the Jew, Capítulo 49

[8] Lucas 3:22

[9] Mateo 16:17

About the author

Julia BlumJulia is a teacher and an author of several books on biblical topics. She teaches two biblical courses at the Israel Institute of Biblical Studies, “Discovering the Hebrew Bible” and “Jewish Background of the New Testament”, and writes Hebrew insights for these courses.

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  1. Noemi

    Disfruto la lectura de sus explicaciones, como así también las acotaciones de los demás participantes, muchas gracias Noemi