Continuamos nuestro viaje a través del capítulo transitorio del Evangelio de Lucas —el viaje de camino a Emaús, junto con los dos discípulos tristes y un misterioso extranjero que se les unió en el viaje—. Recordemos que sus ojos estaban velados y ellos no reconocieron a Jesús en este forastero. Entonces la historia sigue y nos dice que “y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían”.[1] Sin embargo, debemos darnos cuenta que Sus explicaciones no eran solo sobre lo concerniente a Él mismo —no era solo Su historia —: Él les llevó a través de las Escrituras, a través del Tanach, a través de la historia de Israel, y en ese sentido les llevó a través de su propia historia. Antes de que le reconocieran —y para permitirles reconocerlo—él les volvió a contar su propia historia. Leemos después que sus corazones comenzaron a arder mientras le escuchaban. ¿Qué estaba sucediendo allí?
Puede que incluso hoy, en la época de las cámaras digitales, algunos de ustedes recuerden cuán rudimentario era el revelado de las fotografías no digitales. La cinta se colocaba en una solución especial —el revelador— y un poco después, una fotografía comenzaba a emerger. Al principio aparecían los contornos, después los detalles finos de la imagen, y al final, aparecía toda la fotografía claramente visible. De hecho, ese era el propósito del revelador —hacer que la imagen latente fuera visible—.
Para mí, todo este proceso siempre me ha parecido algo misterioso, casi como un proceso místico. Parece completamente increíble que, por una parte, la imagen está ahí —existe ya por completo, perfectamente impresa en la cinta— el complejo proceso químico no cambia nada en la imagen y tampoco añade nada, simplemente la elabora, la pone a la vista, revela lo que ya estaba ahí. Sin embargo, por otra parte, aunque solo ese paso nos separe de poder ver lo que está impreso en la fotografía, sin ese paso, sin elaborar la cinta, nunca podríamos descubrir lo que está plasmado en ella —hasta que el revelador cumpla su trabajo, la imagen permanece invisible—.
Piensa en el Apóstol Pablo, por ejemplo. Sabemos que había estudiado la Torá y las Escrituras toda su vida, pero no había visto a Jesús en ellas, hasta que las Escrituras le fueron “reveladas”. ¿Qué le sucedió a Saúl (Pablo) después de la experiencia en su camino a Damasco? ¿Has recapacitado sobre que le pasó durante aquellos tres días que estuvo aturdido y ciego en Damasco, ayunando y orando, en la calle La Estrecha antes de que Ananías le fuese enviado? ¿Qué pensó durante su paralización impuesta, mientras recapacitaba —enderezando— su vida y sus convicciones, privado de poder leer físicamente, y por lo tanto, pasando mentalmente páginas de las Escrituras, con las que se había alimentado? Él no tuvo ningún texto nuevo, ningún pergamino le cayó del cielo, eran las mismas Escrituras que él había leído toda su vida —simplemente estaban empezando a “revelarse”, a ser vistas, entendidas y leídas bajo una luz completamente nueva—. Ellas habían sido toda su vida, el significado y la base de su existencia, pero para su increíble desconcierto, el mismo Jesús, en el que él confiaba completamente tres días atrás, no estaba allí, simplemente no podía estar allí, ahora estaba apareciendo en aquellas páginas —revelándose delante de su vista interior—.
Un proceso similar de “revelación” les estaba sucediendo a los discípulos camino a Emaús. El mismo Tanach, las mismas Escrituras que ellos habían leído durante toda su vida, estaban siendo “reveladas”, vistas y comprendidas bajo una luz completamente nueva. Y, de acuerdo con Lucas, una vez que Él les condujo a través de las Escrituras, una vez más, las Escrituras les fueron “reveladas”, todo cambió en sus corazones: sus corazones ardían ahora y mientras sus ojos físicos todavía estaban velados, sus ojos internos, los ojos de la fe, se estaban abriendo. Solo era cuestión de tiempo (y sincronización) antes de que sus ojos físicos fuesen abiertos. Y es por eso que, cuando llegaron al lugar, Jesús hizo como si fuese más lejos, “mas ellos le obligaron a quedarse, diciendo: Quédate con nosotros, porque se hace tarde, y el día ya ha declinado”.[2]
Ellos le obligaron —y por favor entiéndeme—: esta es la única cosa en toda la historia que ellos realmente eligieron hacer por propia voluntad. Sus ojos todavía estaban velados, ellos todavía no sabían quién era Él, y a primera vista, era solo una preocupación humana natural: “porque se hace tarde, y el día ya ha declinado”. Sin embargo, sabemos que en este punto sus corazones estaban ardiendo, ellos tenían la sensación de que el encuentro con ese ‘extraño’ todavía no había terminado, y ellos actuaron según su corazón, no por la vista. Para nosotros es crucial entender que primero: “ellos le obligaron” a que se quedase con ellos, y solo después, solo por esa razón, “Él se quedó con ellos”.
Esta dinámica, entre la disposición del corazón y la abertura de los ojos, es muy importante en la Biblia. Cuando el Señor se le apareció a Moisés en la zarza ardiente, Moisés al ver la zarza dijo: “Iré yo ahora y veré esta grande visión”[3]. Rashi comenta: “Mejor marcho de aquí y me acerco allá”. Está escrito remarcablemente que “viendo JEHOVÁ que él iba a ver, lo llamó Dios de en medio de la zarza”.[4] Solo cuando Moisés “se fue de allí y se acercó allá”, solo cuando empezó a caminar en dirección a Dios —y solo cuando Dios vio eso— solo entonces le habló a él. El mismo Dios soberano escoge cuándo revelarse al hombre; Él mismo interviene y hace que ardan los corazones; Él mismo llama al hombre que escucha y responde. Pero que Él continúe revelando el propósito de Su intervención dependerá de la respuesta de ese hombre: Si lo constriñe quedarse —si él está dispuesto a “salir de aquí y acercarse allá”—. Siempre es nuestra decisión si actuamos de acuerdo a nuestra vista o a nuestro corazón.
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[1] Lucas 24:27
[2] Lucas 24:29
[3] Éxodo 3:3
[4] Éxodo 3:4
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