Judá, Las Cabras Y El Día De Juicio

DOS CABRAS

En Levítico 16 encontramos una descripción detallada de la liturgia del Día de Juicio en el Tabernáculo y en el Templo: una ofrenda de pecado que involucraba dos cabras. Eran elegidas para ser lo más similares posibles, luego eran llevadas ante el Sumo Sacerdote para ser sorteadas, una con las palabras “Para el Señor” y la otra “Para Azazel”. Aquella en la que caía la suerte “Para el Señor” era ofrecida como sacrificio. Sobre la otra, el Sumo Sacerdote confesaba todos los pecados de Israel y eran llevadas a las colinas del desierto fuera de Jerusalén, donde eran lanzadas a la muerte.

Es costumbre escribir sobre “el sacrificio de las dos cabras” mientras se escribe sobre Yom Kippur —y lo hice unos años atrás en esas páginas—. Las ofrendas de pecado y culpa eran normales en el antiguo Israel, pero esa ceremonia era absolutamente única. Como escribió Charles Feinberg, “no existen verdades más significativas que puedan involucrar la mente del creyente que las descritas en este capítulo de Levítico”.[1]  Si estás interesado en leer más sobre este misterioso sacrificio y su significado profético, puedes leer mi artículo del año pasado “Las dos cabras de Yom Kippur”.

UN CAMBIO DE CORAZÓN

Hoy, sin embargo, me gustaría hablar de algo distinto. Antes de Yom Kippur recitamos unas plegarias especiales llamadas selichot. La palabra selichot significa “confesiones”.  Una de las plegarias más hermosas y profundas de esta época dice: ¿Cómo podemos quejarnos? ¿Qué podemos decir? ¿Qué podemos hablar? ¿Y cómo podemos justificarnos?  Examinaremos y escudriñaremos nuestros caminos y regresaremos a ti, porque tu mano está extendida para aceptar a los que regresan, venimos delante de ti no con abundancia, ni con hechos, sino como pobres y mendigos llamamos a tu puerta”. [2]  

¿Qué podemos decir? ¿Qué podemos hablar? ¿Y cómo podemos justificarnos? Sorprendentemente encontramos exactamente las mismas palabras en Génesis 44, cuando Judá habla a José después del presunto “crimen” de Benjamín con el robo de la copa. Tratemos de recordar la historia.

En Génesis 43, junto con Benjamín, los hermanos llegaron a Egipto por segunda vez. Al principio están llenos de expectativas sombrías. Sin embargo, contrario a estas expectativas, todo parecía resultar extraordinariamente bien: no fueron acusados de robar la plata que encontraron anteriormente en su saco; encontraron a Simeón sano y salvo, y fue rápidamente devuelto a ellos; en cuanto al Virrey Egipcio, no solo habló con ellos en un tono más suave y amistoso que antes, sino que también los invitó a compartir una comida. (Puedes recordar que durante la comida los hermanos estaban sentados en orden —el mayor conforme a su primogenitura, y el menor conforme a su menor edad—y de nuevo, como muchas veces antes en esta historia, tuvieron la impresión de que alguien presente los conocía y estaba consciente de su oscuro secreto —y estaban aquellos hombres atónitos mirándose el uno al otro—).[3]

Sabemos que al amanecer fueron enviados y comenzaron a volver a la carretera, pero también sabemos que, poco antes de partir, José había ordenado a su mayordomo (imagino que para su gran perplejidad, así como para la perplejidad de aquellos que leen estos capítulos por primera vez) colocar la copa de plata de José en el saco de Benjamín. En seguida leemos: Habiendo ellos salido de la ciudad, de la que aún no se habían alejado, dijo José a su mayordomo: “Levántate y sigue a esos hombres; y cuando los alcances, diles: ¿Por qué habéis vuelto mal por bien? ¿No es ésta en la que bebe mi señor, y por la que suele adivinar? Habéis hecho mal en lo que hicisteis. Cuando él los alcanzó, les dijo estas palabras”.[4]

¿Alguna vez te has dado cuenta de que Benjamín podía ser visto como culpable solo ante los ojos de sus hermanos? El mayordomo sabía, así como tú y yo, quién había colocada la copa en su saco. Benjamín, por su parte, no podía entender lo que significaba, qué clase de medio truco alguien había decidido jugar con él —quién era y por qué había colocado la copa allí—, sabía muy bien que él mismo no lo había hecho. Solo los diez hermanos no sabían nada. A sus ojos, el hermano, cuya inocencia durante todos estos años había sido un continuo tormento y reproche, había surgido ahora como el único culpable entre ellos. Es por eso que, no importa qué tan difícil y doloroso pueda ser para Benjamín, esta historia no es sobre él. Esta historia es sobre los hermanos y la conversación de Dios con ellos.

Ahora cada uno de ellos había llegado al entendimiento de que lo que estaba ocurriendo era entre ellos y Dios. El Espíritu de Dios, que es, en verdad, el autor de toda esta escena, tocó sus corazones y condujo el diálogo con ellos —y sus corazones ahora están siendo arrancados bajo su toque—. Ellos no tenían razón y no podían justificarse, por eso, cuando finalmente se paran delante de José, Judá comienza su discurso con estas palabras: “¿Qué podemos decir a mi señor? ¿Qué podemos hablar? ¿Y cómo podemos justificarnos? Dios descubre la iniquidad de sus siervos”. Como si realmente durante toda su vida, hubieran escondido su crimen de Dios y, finalmente, después de todos estos juegos de caliente y frío, Dios había descubierto [su] iniquidad; el pecado de ellos y colocado su culpa sobre ellos. Ellos aceptaron la acusación injustificada, la dureza del castigo y hasta el mismo capricho y frivolidad del señor egipcio, con humildad, como convicción y castigo de aquel ante el cual habían pecado terriblemente hace mucho tiempo. Aunque al inicio intentaron defender su inocencia, ahora, al concluir la conversación de Dios que había estado agitando sus corazones durante todo este tiempo, pudieron abrir sus almas oscurecidas a los rayos de la luz de Dios. Solo entonces se hizo posible un arrepentimiento y limpieza completa. Mientras están delante de José —como están delante de Dios—, su actual inocencia, que hasta hace poco estaban dispuestos a defender con tanta indignación, cae delante de una ola de arrepentimiento que barre sus almas.[5]

Las palabras de Judá abren una de las más bellas historias de confesión en la Torá. La oración que cité al inicio refleja la misma actitud —y esta debe ser nuestra actitud cuando llegamos al Señor con nuestras oraciones de selichot—: incluso si al inicio nos vemos inocentes con respecto a ciertos pecados, mientras estamos ante Dios y abrimos nuestros corazones a los rayos de Su luz, saca las cosas a la superficie y, como en la historia de los hermanos, nuestra “inocencia” cae ante una ola de arrepentimiento. Solo entonces, nuestra confesión se hace profunda y real.

 

¡GMAR CHATIMAH TOVA![6]

 

[1] Charles L. Feinberg, The Scapegoat of Leviticus Sixteen, p.320

[2] «How can we speak and how can we justify ourselves?» por Harav Yehuda Amital

[3] Génesis 43:33

[4] Génesis 44:4-6

[5] Mi libro, “If you be the Son of God”, te ofrecerá una perspectiva más profunda del significado profético de la historia de José y sus hermanos. Dale clic aquí para obtener el libro: Libros de Julia Blum

[6] Un saludo tradicional entre los judíos en Yom Kippur. Literalmente: “sean inscritos para un buen año”, “sean sellados para un buen año”.

About the author

Julia BlumJulia is a teacher and an author of several books on biblical topics. She teaches two biblical courses at the Israel Institute of Biblical Studies, “Discovering the Hebrew Bible” and “Jewish Background of the New Testament”, and writes Hebrew insights for these courses.

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